Hace un par de
meses en la noche del Carnaval, al regresar de Barcelona en el último tren, un
grupo de 7 u 8 chavales brasileños, armados sólo con una pequeña timba y un tamborín,
irrumpió bailando en nuestro vagón. Con su percusión, pies ágiles y voces
veraces todos ellos estaban vibrando con su chispeante cultura popular. Su batucada
evocaba el mundo al revés. Pero los demás pasajeros seguían conectados a sus
Smartphone o miraban por otro lado con caras largas. Nadie se meneó; todo el
mundo intentó ignorar esa embarazosa (e incluso amenazante) exhibición de
alegría. Excepto yo; no pude quedarme sentado o dejar de sonreír. Su jaleo
me desataba el duende.
Pero me inquietó la
apatía que se vislumbró en aquel vagón. Detrás de la máscara gris se discernía un
sufrimiento mental, psíquico y emocional de los pasajeros. Simpatía quiere decir el sentir
compartido, la percepción de la
continuidad sensible del propio cuerpo en el cuerpo del otro. ¿Estamos
perdiendo nuestra capacidad de vida sensual debido a la adicción a lo digital? ¿Ha
sido colonizado nuestro campo imaginario e incluso erótico por las
corporaciones de lo virtual?
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