Allá por los años más broncos del lejano
Oeste un muchacho llamado Sammy se criaba en un salón conocido como El Sórdido.
Su madre trabajaba como camarera cantante en el bar. De su padre indio solo
sabía que el sombrero Stetson de mimbre fino y duro que colgaba de la pared del
bar (entre docenas de sombreros vaqueros) era suyo, junto con una harmonica que
tenía un agujero hecho por una bala...
Sammy era amiguito del pianista y pasaba
horas a su lado sentado en el suelo de serrín, apoyado contra la pata del viejo
piano ladeado. Así podía apreciar los golpes de manos y pies del pianista y las
vibraciones de la música honky-tonk. Y desde esta perspectiva él veía por
debajo de las mesas las manos de los jugadores de póker, alguna menuda pistola
Derringer, alguna carta escondida en la manga y algún que otro tiroteo. Y así
aprendió el arte de esconderse, esperar, tantear, fingir.
Por la noche, aferrado a su haraposo osito
de peluche, solía dormir en el tejado del bar donde podía contemplar los cosmos
abiertos y estar en silencio- un remedio nocturno contra el ambiente claroscuro
y turbio del bar, lleno de un constante alboroto... Una noche cuando dormía bajo una luna llena
soñó que el osito le susurraba “vamos a la cueva donde el silencio rodea”.
En aquel momento se despertó decidido. Por
la madrugada robó provisiones de la cocina, cogió el sombrero Stetson de mimbre
fino y duro y la harmonica con un agujero hecho por una bala y se marchó de
aquel bar...
Al llegar el alba Sammy ya cruzaba el
desierto. El sombrero le protegía del sol y se inventaba tonadas en la harmónica.
Le maravillaba una luz límpida y tersa; andaba deslumbrado en aquella expansión
albina. Cuando cayó la noche ya había llegado al borde de un bosque.
De repente sintió abatido. Así que agarró
el osito y se echó a dormir entre las raíces expuestas de un enorme árbol
situado al lado de una cueva.
La mañana siguiente despertó asustado al
encontrarse arropado por un oso con O mayúscula- El Guardián del Bosque. “He
salido de mi cueva para enseñarte a buscar la dulce miel dentro del árbol
viejo”.
Y así ocurrió: en los días y semanas y
meses de primavera y verano el Oso desveló a Sammy su mundo mágico de helechos,
arboles y arbustos; de plantas y hierbas silvestres y vivaces. Aprendió los
secretos de sus líquidos internos, bulbos, corolas y cortezas. Probó hongos de
sabor delicado y aprendió a evitar los del veneno. Cada planta del bosque era
una lección y cada flor era un misterio con ovario, estilo y estigma. Aprendió
a hacer pócimas y exploraba todo el bosque sobre los hombros del Oso, inmerso
en el sosiego de su propio silencio...
Un día, mientras pescaba con un palo el
salmón de un río cristalino, Sammy pidió al Oso que le llevara al otro lado. Se
le antojaba subir a la cima de la montaña para ver lo que había al otro lado.
Así que el Oso asintió y le llevó sobre sus hombros al otro lado del río donde
comenzaba la cuesta arriba.
Pero cuando le dejó en el suelo le dijo, “Ahora
te toca a ti”. ¡De repente el Oso agarró la rama de un árbol y se montó sobre
los hombres de Sammy! No sabía porque sus huesos no se quebrantaran en aquel
instante. Y cuando el Oso rugió “¡Vamos!”, Sammy, sobrecogido, tomó su primer
paso tambaleando. Entonces algo extraño le pasó. Notó como si la montaña le
ayudara; le sostenía, le empujaba. Y con cada paso el peso del Oso se
aligeraba. Sammy avanzó lentamente jadeando y utilizando toda la fuerza de su
cuerpo hasta que, con el puesto de sol, llegó a la cima.
Pero cuando miró su propio reflejo en una
charca de nieve derretida vio la cara del Oso. Se sobresaltó a tocar el grueso
pelo que cubría todo su propio cuerpo y que le sofocaba. En su histérica lucha
con su propia piel consiguió arañar el traje de oso y salir, quitando la
cabeza.
Cuando se miró otra vez en la charca apenas
se reconocía, su cara ya no era la del muchacho asustadizo del salón El Sórdido,
sino la de un hombre joven y apuesto. Se incorporó y miró la vista al otro lado
de la montaña. El sol se hundía en un océano tenebroso y las luces de una gran
ciudad apenas se percibían por la costa. Había sendas que invitaban a descender
en todas las direcciones, ¿pero cuál elegir?
Un viento gélido soplaba y Sammy sintió un
escalofrío y su extremo cansancio. Se echó sobre la enorme piel de Oso. Miró
las estrellas como solía hacer en el tejado del salón. Contemplaba como
ascendía una luna llena y de seguida se durmió extenuado...
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