sábado, 12 de octubre de 2013

Cuento de hadas

Allá por los años más broncos del lejano Oeste un muchacho llamado Sammy se criaba en un salón conocido como El Sórdido. Su madre trabajaba como camarera cantante en el bar. De su padre indio solo sabía que el sombrero Stetson de mimbre fino y duro que colgaba de la pared del bar (entre docenas de sombreros vaqueros) era suyo, junto con una harmonica que tenía un agujero hecho por una bala...

Sammy era amiguito del pianista y pasaba horas a su lado sentado en el suelo de serrín, apoyado contra la pata del viejo piano ladeado. Así podía apreciar los golpes de manos y pies del pianista y las vibraciones de la música honky-tonk. Y desde esta perspectiva él veía por debajo de las mesas las manos de los jugadores de póker, alguna menuda pistola Derringer, alguna carta escondida en la manga y algún que otro tiroteo. Y así aprendió el arte de esconderse, esperar, tantear, fingir.

Por la noche, aferrado a su haraposo osito de peluche, solía dormir en el tejado del bar donde podía contemplar los cosmos abiertos y estar en silencio- un remedio nocturno contra el ambiente claroscuro y turbio del bar, lleno de un constante alboroto...  Una noche cuando dormía bajo una luna llena soñó que el osito le susurraba “vamos a la cueva donde el silencio rodea”.

En aquel momento se despertó decidido. Por la madrugada robó provisiones de la cocina, cogió el sombrero Stetson de mimbre fino y duro y la harmonica con un agujero hecho por una bala y se marchó de aquel bar...

Al llegar el alba Sammy ya cruzaba el desierto. El sombrero le protegía del sol y se inventaba tonadas en la harmónica. Le maravillaba una luz límpida y tersa; andaba deslumbrado en aquella expansión albina. Cuando cayó la noche ya había llegado al borde de un bosque.

De repente sintió abatido. Así que agarró el osito y se echó a dormir entre las raíces expuestas de un enorme árbol situado al lado de una cueva.

La mañana siguiente despertó asustado al encontrarse arropado por un oso con O mayúscula- El Guardián del Bosque. “He salido de mi cueva para enseñarte a buscar la dulce miel dentro del árbol viejo”.

Y así ocurrió: en los días y semanas y meses de primavera y verano el Oso desveló a Sammy su mundo mágico de helechos, arboles y arbustos; de plantas y hierbas silvestres y vivaces. Aprendió los secretos de sus líquidos internos, bulbos, corolas y cortezas. Probó hongos de sabor delicado y aprendió a evitar los del veneno. Cada planta del bosque era una lección y cada flor era un misterio con ovario, estilo y estigma. Aprendió a hacer pócimas y exploraba todo el bosque sobre los hombros del Oso, inmerso en el sosiego de su propio silencio...

Un día, mientras pescaba con un palo el salmón de un río cristalino, Sammy pidió al Oso que le llevara al otro lado. Se le antojaba subir a la cima de la montaña para ver lo que había al otro lado. Así que el Oso asintió y le llevó sobre sus hombros al otro lado del río donde comenzaba la cuesta arriba.

Pero cuando le dejó en el suelo le dijo, “Ahora te toca a ti”. ¡De repente el Oso agarró la rama de un árbol y se montó sobre los hombres de Sammy! No sabía porque sus huesos no se quebrantaran en aquel instante. Y cuando el Oso rugió “¡Vamos!”, Sammy, sobrecogido, tomó su primer paso tambaleando. Entonces algo extraño le pasó. Notó como si la montaña le ayudara; le sostenía, le empujaba. Y con cada paso el peso del Oso se aligeraba. Sammy avanzó lentamente jadeando y utilizando toda la fuerza de su cuerpo hasta que, con el puesto de sol, llegó a la cima.

Pero cuando miró su propio reflejo en una charca de nieve derretida vio la cara del Oso. Se sobresaltó a tocar el grueso pelo que cubría todo su propio cuerpo y que le sofocaba. En su histérica lucha con su propia piel consiguió arañar el traje de oso y salir, quitando la cabeza.

Cuando se miró otra vez en la charca apenas se reconocía, su cara ya no era la del muchacho asustadizo del salón El Sórdido, sino la de un hombre joven y apuesto. Se incorporó y miró la vista al otro lado de la montaña. El sol se hundía en un océano tenebroso y las luces de una gran ciudad apenas se percibían por la costa. Había sendas que invitaban a descender en todas las direcciones, ¿pero cuál elegir?

Un viento gélido soplaba y Sammy sintió un escalofrío y su extremo cansancio. Se echó sobre la enorme piel de Oso. Miró las estrellas como solía hacer en el tejado del salón. Contemplaba como ascendía una luna llena y de seguida se durmió extenuado...

Y mientras Sammy dormía encima de aquella montaña tuvo un sueño. Vio como se iluminaba una de las sendas. La senda que le llevaría a la miel que le esperaba en el árbol de la vida. 

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